Fray Segundo había trabajado durante largos años con Oliba en la abadía de Ripoll, de ahí su apelativo, aunque originariamente era de más al norte, de una aldea próxima a Tolouse, en el Languedoc.
Sus padres tuvieron 17 hijos, de los que solo llegaron a adultos 9, él se encontraba en medio de todos, el quinto de los vivos, y con gran esfuerzo consiguió entrar en la orden benedictina, en la que tras algunos años siendo destinado de cenobio en cenobio, por la costa del Golfo de León, cuando, aún resonando los ecos apocalípticos del año 1000, fue destinado a Santa Maria de Ripoll. Siendo su gran amigo por entonces novicio en la citada abadía.
Fray Segundo con el tiempo fue tomando su oronda y amplia figura, siempre con el característico hábito marrón de su orden. Fue ordenado sacerdote poco antes de ser destinado a la capilla de San Ferrán en el castillo de las Arenas en Berga, por deseo expreso del abad.
Allí trató de ser, como se había encomendado Oliba, el guía, la ayuda, el amigo espiritual de Wifredo, para que le llevara por el buen y recto camino, ya que el sobrino de aquel, sabedor de que la partición del condado de su padre, pese a que él estaba en medio entre Berga y Besalú, había creado grandes tensiones, no quería que concluyeran en un baño de sangre entre parientes.
Fray Segundo asumió su papel, fue el párroco de San Ferrán y en consecuencia de todos los feligreses de aquella parroquia, además de aquel en particular que le fue especialmente encomendado, y pese a que intentó continuar con la tranquila y apacible vida monacal que había llevado hasta entonces, no pudo evitar verse inmerso en las distintas tribulaciones de Wifredo, doña Agnes… de Berga
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